sábado, 17 de mayo de 2014

CAPÍTULO III – LOS FELOS, PERSONAJES SINGULARES DEL CARNAVAL DE FEÁS

CAPÍTULO III – LOS FELOS, PERSONAJES SINGULARES DEL CARNAVAL DE FEÁS

Nota Inicial: este relato lo ubicamos a principios de los años 70 aunque se hará referencia a hechos acaecidos en el pueblo con anterioridad.

A punto de finalizar el invierno y, ante la llegada inmediata de la primavera, las cocinas de Lareira se convertían en esos momentos en los lugares obligados de reuniones sociales. Después de la puesta de sol, de atender la hacienda, y previo o posterior a la cena, la gente se reunía para contar historias. Era la única fuente de entretenimiento y, la buena concurrencia de vecinos en una de ellas, dependía de la calidad e imaginación de los anfitriones y del buen calor que se desprendiera en el ambiente.
Era un cuadro típico encontrar la señora de la casa amasando pan, el señor almacenando cosas en la alacena, los niños obnubilados escuchando las historias de misterio que se contaban y, nunca faltaba, una abuela o tía mayor desgranando el maíz.
La falta de luz, la imaginación perenne de los habitantes y alto grado de sugestión religiosa provocaba la más histriónica representación de hechos y apariciones de seres espirituales. Roque, muy a menudo, no podía conciliar el sueño al recordar con extrema ansiedad y, aumentada por su exceso de imaginación, cada una de las historias que se contaban al calor de la lumbre de aquella hoguera.
Había oído muchas veces que, en algunas ocasiones, se escuchaban arrastrar cadenas por las noches y era algún penado que, después de muerto, estaba llamando la atención para que se le tuviera una misa y poder salir del limbo del olvido en el que se encontraba su alma.
Pobre Roque, cada noche si escuchaba los pasos desde la ventana de su habitación, no podía distinguir, por la arritmia provocada, si eran cadenas o el sonido de los clavos de los zuecos al rozar con los cantazos de la calle. Es lo que tiene tu propia sugestión.
En otras ocasiones las conversaciones derivaban en contar historias que todos sabían que eran inventadas pero, con un grado de humor, que provocaba momentos de divertimento para los asistentes.
Eran muy común, a estas alturas del invierno, acudir a diferentes lareiras entre vecinos. Los chorizos y jamones, al igual que el resto de la matanza, ya estaban curados y no era necesario hacer fuego y controlar su llama y exceso de humo a diario. Los chorizos se envasaban en latas de aceite de cinco litros y se entremezclaban con manteca de cerdo. Por su parte, la carne, pedianteiros y jamones se colgaban en un sitio oscuro de las bodegas, resguardados de la luz solar y de la picada del mosquito, denominado salgadoiro. En la zona inferior se salaban y, una vez curados, se retiraba la sal en sacos y quedaba una barra con diversos ganchos para colgar la carne.
Los jamones, la mayor parte de las veces y en la mayoría de los casos, era, su venta, el ingreso que se disponía para comprar los cerdos de la campaña siguiente. Venían por los pueblos unos tratantes de jamones para catarlos y valorar su precio. Era muy famoso uno conocido como Carlos de Almuzara. Traía una pita oxidada y, al introducirla en el jamón, si el vecino no era precavido le hacía creer que el jamón estaba podrido y le paga una miseria por el mismo. Eso demuestra que en Tormes había lazarillos, pero en nuestra tierra había embusteros.
Regresando las conversaciones alrededor de la lumbre, uno de los temas estrellas de esas reuniones palaciegas eran las Ruadas. Era un tema recurrente. Los mayores de la casa lo recordaban como su fuente de distracción y entretenimiento de su juventud. Hablamos de unos 25 a 30 años antes.
En aquella época la mayoría de las casas eran de una planta baja, arriba y el  tejado o superior. La planta inferior era donde se encontraban las cuadras de vacas, cerdos y otros animales. Igualmente, se encontraba la bodega y la zona de la alacena. La parte superior era la vivienda. Donde estaba la cocina, sala y las habitaciones. En la zona superior o tejado se utilizaba para almacenar grano, hierba para los animales y leña para la hoguera, amén de los aperos de labranza.
La juventud, después de cenar, acudían a una casa en el centro del pueblo muy cerca del Petouto de Arriba cuya propietaria todos la conocían como la Tía Margarita. Disponía de una amplia sala donde acudían mozos y mozas a pasar un rato de entretenimiento. Mayormente, acudían con unas panderetas y otros utensilios que generaban, más que música, ruido. Tales como pequeñas cajas o latas. Mientras unos tocaban, las mejores voces cantaban, el resto se dedicaban a bailar.
Roque se quedaba embobado escuchando esas historias de sus padres y vecinos. No todas las funciones de las Ruadas acababan de forma correcta. La rivalidad entre mozos del pueblo, la pretensión de los cabecillas por algunas mozas y la diversidad de pareceres, en lo referente a la realización de la misma, terminó en alguna que otra contienda poco agradable.
Roque se preguntaba por qué no iban a la Sala de Fiestas de la Besada. Uno de sus vecinos, al que se le conocía como el Tío Antonio, le comentó que el local de los Fanchós era algo reciente. Comenzaron a realizarse fiestas en la zona inferior, al lado de la tienda de ultramarinos, los días de feria desde el año 57 o 58 en adelante. Es decir, poco menos de 15 años.
En ese momento pasaba el Señor Florentino por allí y entró. Saludó y le comentaron lo que le estaban explicando a Roque y él quiso instruirlo en los hechos acaecidos relacionados con el tema. Le dijo que, en algunas ocasiones, se acudía a las ruadas con instrumentos musicales: gaitas, bombos, cajas, clarinetes, entre otros. Le recordó que la parroquia de Feás había tenido, simultáneamente, dos bandas de música y que existió gran rivalidad entre ellas. Pero que se hacía tarde y, en otra ocasión, le daría más detalles y anécdotas al respecto.
Antes de irse les dijo que la Ruada no era exclusiva de Feás. En Becoña también había; algunos mozos de nuestro pueblo iban a ellas. Era muy famosa una que se hacía en casa de la señora Jesusa y que se tocaba, además de las panderetas, con el acordeón. El músico era Ramón da Pía.  En todas partes, generalmente, empezaban a las nueve de la noche y acababan a las once y media.
Esta noche Roque iba más tranquilo a dormir. No le habían contado historias de espíritus y muertos. Eran historias de sus gentes en tiempos no muy lejanos. Al salir de la cocina de lareira miró un calendario grande colgado en la puerta. Todas las casas tenían uno. Normalmente, con nombres de empresas o negocios de familiares en el exterior. Los había con nombres de mueblerías de México o Panamá; Panaderías de Venezuela; Bares, Tintorerías y otros negocios de Carballino y de otras zonas de España.
Observó  que, en dos semanas, estaba marcado un día. Descubrió que era miércoles de ceniza. Ahí se fue pensando a la cama que venían unos días de fiesta y alegría: los carnavales. Los tres días antes de la fecha que vio señalada. Mañana, con seguridad, se hablaría de los días de desenfreno que se acercaban.
El día siguiente fue un día normal. Levantarse temprano para ir a la escuela. En la tarde ayudar en la faena de atención de los animales. Ese día le correspondió ir al Pajar, que tenía su familia por el medio del pueblo, por hierba curada para las vacas. Luego, coger un par de cubos y buscar agua en la fuente de la Laxa. Hizo varios viajes. Era un espectáculo el ir y venir de cubos y baldos desde las diferentes fuentes.
Por la noche, al calor de la hoguera, Roque trajo a colación el tema del carnaval. No quería temas que le desvelaran. Recordó que, en dos semanas, era domingo de Entroido. Era un tema suculento para los asistentes. Las mayores les gustaba recordar lo del pasado y los niños tomar ideas para el futuro.
Estaba una de las costureras del pueblo que había venido a tomar la medida para hacer una falda para la madre de Roque. Y le empezó a contar a Roque todo el proceso de elaboración del traje del felo y la forma como se trataba de guardar el anonimato del personaje que lo portaba.
Cuando era ella moza, paseando por la carretera principal, muy cerca do bar do Fanchón, hablaba en secreto con su pretendiente sobre la preparación del traje de felo sin que descubrieran que era él. Si lo veían ir por su casa comenzarían las habladurías y eso no era bueno para ella. Entonces, junto con otra amiga, quedaron de ir a casa de un familiar que no reveló y, supuestamente, el mozo venía por allí. Junto con una amiga le tomaron las medidas y comenzaron la elaboración del mismo. Recolectaron en la casa de la costurera en la que aprendían la profesión diversos retales vistosos, pedazos de sábanas y colchas. Comenzaron a realizar la parte superior y, el pantalón, también lo hicieron muy llamativo.
Pasados unos días, el mozo pasó nuevamente para probarse lo realizado. Las prácticas de costura se iban notando. El muchacho parecía un pincel.  Decidieron que como capa llevaría una colcha que la dueña de la casa le prestaría.
Había que hacer pequeños retoques y faltaba, obviamente, realizar el gorro y que el mozo comprara una máscara. Para ello, al día siguiente, tomaría la Montañesa y se iría a comprar una carauta y cintas de colores para colgar del gorro y que le darían esa vistosidad.
Para realizar el gorro se tomaba un calendario de aquellos grandes, se le desprendía la zona de los meses y se utilizaba la parte de la publicidad y la barra de metal que tenía para colgar para, una vez enrollado, que tuviera la consistencia y, en caso de ventisca, no se deshiciera.
El felo no estaba completo sin dos atuendos más: las chocas y la vara.
Roque le tenía intrigado las anécdotas sobre la vara. Que si era de carballo, si era de mimosa, si era de sobreira, de olivo ou de salgeiro. O que si era recta, se limpiaba con un fouciño. En la punta se cortaba en cuatro para colocarles unas plantas verdes. La finalidad era que, si alguien se acercaba al felo para desenmascararlo o maltratarlo, utilizaría la misma con toda la virulencia y, según la tradición, eso estaba permitido. Por ello los niños corrían delante de los felos para evitar llevar una tunda. El pobre Roque se fue a dormir pensando que tenía que correr, si el felo se acercaba, para evitar ser sorprendido y recibir una paliza con semejante instrumento de madera.
Lo que más le llamaba la atención a nuestro amigo era el sonido de las chocas cuando colgaban del cuello de las vacas o bueyes. Por eso, un felo corriendo y moviendo el torso, haría mucho ruido y sería un sonido acompasado y espectacular.
Unos días antes de la semana de carnaval hubo un cabo de año en el pueblo. Y, como era costumbre, venía gente de toda la parroquia y pueblos vecinos. Después de la ceremonia religiosa era perceptivo para los hombres parar en el bar de Muradás. En la parte exterior del mismo estaba gente conversando. Nuestro amigo Roque bajaba de los tombelos con un amigo que le denominaban Piqueiro y que vivía en el Petouto de Abajo. Ambos se quedaron embobados escuchando los relatos que expresaban el señor Ganvela, el Señor Claudio y el señor Alfredo. Hablaban de los carnavales del pasado. De la alegría que se generaba con los famosos entremeses que escribía el maestro Don Segismundo y el Señor Carballeda. Tradición que se estaba perdiendo y que los felos también desaparecerían.
Uno de ellos dijo que este año, sabía de buena fuente, que había varios preparados y que, incluso, le habían pedido que le prestara una coroza. Pero que o señor Ganvela sólo tenía la parte del cuerpo y le faltaba el gorro, cosa que el de Borraxas dijo que tenía uno en el pajar y, el tercero, dijo que él tenía unas polainas viejas pero que eran presentables. Roque y su amigo no sabían de qué estaban hablando y preguntaron qué era eso de la coroza. Le explicaron que, antiguamente, para resguardarse de la lluvia se hacían vestimentas de juntos que permitían trabajar en esas circunstancias. El pueblo, especialmente en la zona de la Lagoa, siempre hubo abundancia de los juncos. Se cortaban y eran fácilmente manipulables tanto para trenzas como para uniones. Eso permitía elaborar el caparazón de la coroza. En carnaval, con una máscara, hacía más complicado descubrir que personaje iba debajo de la misma.
Roque, al ver la predisposición de los personajes, también le preguntaron qué otras cosas hacían en carnaval. Ellos le contaron que, el domingo por la mañana, era tradicional visitar Becoña y otros pueblos cercanos. Especialmente, las casas de mujeres casaderas. Se respetaba, con sigilo total, aquellas casas en etapa de duelo; bien por la muerte reciente o bien por la persona que lo habitaba.
Al tocar a la puerta, la gente les recibía y solía darle huevos, chorizos o dinero. Aunque esto último era un bien muy escaso en aquellos tiempos. El felo, siempre iban varios juntos, recorrían los diversos pueblos. Estos se visitaban por la mañana. Para evitar problemas, iban a la primera misa y ponían rumbo al pueblo en cuestión. En los tres días solían visitar Becoña, Borrajas, Vilachá y otros del entorno.

Después de una pequeña pausa, uno de los contertulios comenzó a disertar sobre unos carnavales acaecidos no muchos años antes. Explicaba que, en esa ocasión, los tiempos eran un poco diferentes a los que se habían comentado y tremendamente opuestos a los previstos para este año. Los felos o maragatos, como se refirió a ellos, recorrían el pueblo por la mañana, mientras que por la tarde había una pequeña fiesta en el Petouto. Esto acaecía los tres días que duraba el entroido.  En alguna ocasión se interrumpía la fiesta por la aparición de unos sujetos que venían cantando unos versos. Estos no eran más sátiras sobre situaciones que estaban aconteciendo en el pueblo: relaciones personales, embarazos desconocidos, problemas vecinales, entre otros. Estos se denominaban chascarrillos o entremeses.
Roque ya había escuchado días antes los autores de estas pequeñas obras teatrales pero, los actuales narradores, agregaron a la lista  otros nombres. El narrador comentaba que, los que más le habían gustado a él, no sólo por la gracia de sus letras, la interpretación de los mozos que la llevaron a cabo y, especialmente, por la puesta en escena en el Petouto de Arriba. Llevaron una pareja de vacas y un arado para simular la sementeira y ahí vociferar todas las novedades recientes del pueblo. Los autores de dichos versos, con mucha rima y sorna, habían sido el Señor José Antonio de las Costiñas (conocido como el As), el Peretes y el Calderillas.

Todos ellos, al escuchar la narración de los hechos, asentían con la cabeza y, nuestro amigo Roque, les notó una nostalgia y una morriña por todo aquello que había formado parte de sus vivencias y que, por su expresividad, parecía como si el tiempo, el momento y las circunstancias hubieran sepultado tan bellos instantes.

Como ya oscurecía, uno de los reunidos dijo a los chiquillos que había que irse para que no los regañaran y, el señor que no era del pueblo, dijo que se iba antes que cayeran las sombras de todo que todavía tenía que parar en la Telleira y atender la hacienda.
Roque y su amigo, a medida que iban a sus casas, iban pensando que pasaría el domingo. Verían algo que no habían visto y que nadie nunca les había contado. Al llegar a la lareira preguntaron a los presentes por la vestimenta de juncos y la gente se echó a reír. Alguien dijo que de eso ya nada quedaba. Roque sabía que sí y que, seguramente, el domingo lo descubriría.
El domingo de entroido no tenía, en general, una connotación diferente. Había las dos misas de rigor como ya se ha dicho. Roque, al igual que el resto de la gente de su edad, fue a la misa de los nugallans. Era la del mediodía, mientras que las mujeres y los hombres que tenían que atender la hacienda iban a la de las nueve y media. Al salir de la misma escuchó que seis felos los habían visto pasar hacia Becoña. Ello significaba que esta tarde darían el recorrido por el pueblo. Estaba ansioso por el multicolor de los mismos y comprobar si su amigo, que vivía en el Petouto, no le tendría miedo a las máscaras y personajes.
Los comentarios, en la plaza frente a la iglesia, era el relato de la gente de donde habían visto pasar los felos. Las conjeturas eran por adivinar quiénes eran. Si uno había pasado por el Petouto, podría ser de la Cruz; si otro lo vieron por las Costiñas, sería de la Besada o de otras zonas próximas y que, al menos, dos eran o del Curro o Puzós porque los observaron caminar por aquella zona. El número más repetido era el seis.
Roque se fue a casa. Hoy tocaba un cocido con un poco de cachucha que les quedaba, los chorizos de rigor y un poco de carne fresca. Se le denominaba así a la carne de ternera que se adquiría para circunstancias especiales. Y no nos podemos olvidar de las tostadas, hechas con pan, rebozado en huevo y frito.

Al terminar de comer y, antes de irse por el pueblo rumbo al campo de la feria, fue a la Laxa a buscar tres calderos de agua. De esta forma su madre podría realizar las tareas pertinentes. También le recordaron que regresara antes de anochecer para llevar las vacas al abrevadero de la Laxa.
Cuando iba a salir de la casa escuchó que un felo andaba por la Congostra. No se lo pensó dos veces. Gritó a sus amigos y se reunieron cuatro más. Fueron por Calderón y, efectivamente, bajando del Petouto a la Congostra se encontraron con un felo.
Era una persona alta y se veía fuerte. Roque observó que el sombrero del felo era un calendario era de Mueblería la Brillantina de Panamá. Era una imagen como un puente o algo de mar. Tenía muchas cintas de colores anexionadas al calendario en la parte superior con imperdibles y cinta adhesiva. Igualmente, en la zona superior del mismo, había una especie de flores. Roque no quería acercarse mucho para observar dicho ramo por miedo a la vara grande y gruesa que portaba el felo. Todo parecían papeles de colores montados  y agrupados sobre un tapete de cocina.
La máscara era de colores vistosos. Aunque el predominante era el amarillo. Si le miraba fijamente nuestro personaje emitía respeto. Por otra parte, observó que estaba muy bien protegido del frío. Tenía una colcha de colores por encima, abajo se veía otro tipo de harapos. Combinados de forma muy vistosa. Aunque no llovía corría una brisa fresca propia de algunos días de principio de primavera.
Lo que llamaba la atención era la vestimenta que cubría las piernas. Por encima parecía una media falda realizada con alguna manta vieja o cobertor y las telas que llevaba cosidas, unas sobre otras, y que hacían la apariencia de un pantalón multicolor.
Cuanto más embobado estaban nuestros amigos observando el personaje, escucharon el ruido de los cencerros de forma alarmante. Al levantar la mirada observó como el felo venía corriendo hacia él con la vara levantada de forma amenazante. No sólo escuchaba el sonido característico de ese instrumento que colgaba del cuello de los bovinos, sino que escuchaba el pisar fuerte de los zuecos contra el suelo. Cuando dejó de sentirlo cerca, dio la vuelta y observó que el felo quedaba lejos y cayó en la cuenta que el sonido producido por los zuecos se debía a que estaban protegidos con una suela de metal brillante y clavos. Al pisar contra las piedras del camino impresionaba al escuchante.
Comentó con sus compañeros de viaje que, este felo venía con ganas de pegarles, había que estar atentos en la tarde. Muchos felos abusaban ese día del poder que daba la vara y el personaje que encarnaban.  Decidieron seguirlo de lejos. Fue cuando descubrieron que el felo bajaba hasta el Porto Cardieiro y, bajando por el camino pegado al riachuelo, se dirigía hacia el sitio del Puntillón.
Cuando estaban llegando ellos a la altura de la casa del Tío Mineiro vieron que, en la carretera principal, había mucho revuelo y observaron que había otros felos por allí. Se quedaron a observar y vieron que el que les había amenazado a ellos llegaba a la altura de los otros.
Se dirigieron al Campo de la Feria y había el revuelo de un domingo cualquiera. En medio de los robles estaban pidiendo para hacer el partido de fútbol la gente más menuda. El concepto de pedir era que se reunían todos los que querían jugar y dos se dedicaban a escoger, de uno en uno, a elementos para componer su equipo. A medida que se fueran agregando más se seguía con el mismo proceso.
En la parte superior, conocido como el campo de fútbol, ya estaban los mozos preparados para su tradicional partido de los domingos. Se hacían dos equipos y apostaban entre ellos que, el equipo que perdía, le pagaba la bebida al otro. Para ello siempre había un niño que se encargaba de ir al Bar de la Besada y traía una caja con cervezas y coca-colas. Antes de empezar el juego se dedicaba a contar lo qué cada jugador quería. Y, como premio, traería una bebida más para él. Hoy le tocaba a Roque y se iba a tomar una coca-cola a cuenta del equipo que perdiera. Es decir, cada jugador del equipo perdedor pagaba su bebida y la del otro y una propinita que era con la que se pagaba la bebida extra del que las buscaba.
Obviamente, faltaban algunos mozos en el campo. Roque, que admiraba la forma de jugar de un mozo y que no se perdía juego, observó que no estaba. Uno de los mozos ya sabía quién era y era del Curro.  Pero no hizo ningún comentario a sus amigos. Seguramente ellos habrían notado la falta de otros y tampoco le habían comentado nada.
Se iba a por la bebida, junto a otro compañero, y decidieron dar la vuelta por la Besada y no utilizar ninguno de los atajos que daban al bar. Uno, por precaución, y otra, porque el día anterior había llovido y, al comienzo de la primavera, la hierba ya está húmeda y te moja la zona inferior de tu cuerpo.
Se detuvieron antes de entrar al bar para recoger la bebida porque andaban los felos haciendo de las suyas con las mozas que paseaban por la carretera. Esperaron que se dirigieran hacia donde estaba la Caja de Ahorros, pidieron la bebida y tomaron el atajo que daba al campo. Ya no les importaba mojarse. Pero estos felos estaban repartiendo algún porrazo que otro.
Entregaron la bebida en el campo. Tomaron su bebida refrescante. Eso le dio una sensación de placer. Juntó el dinero que les dieron y retornaron al bar a entregar el importe. En ese instante los felos llegaban al campo de la feria. Ellos corrieron. Hicieron la tarea cometida y regresaron.
Cuando regresan se encuentran con lo que le habían escuchado a los señores unos días antes. Un felo diferente a todos. Cubierto con una vestimenta especial. Ese era más agresivo que los otros. En la punta de la vara tenía algo que, desde la distancia no podían precisar, pero que podrían ser tojos o cualquier otro arbusto revirado de los que existían en los montes de alrededores.
Recordó que esa vestimenta se le llamaba coroza. Estaba hecha de juncos. La verdad es que parecía el personaje que Roque se había ideado cada vez que, cuando era más pequeño, le hablaban del hombre de la sangre. Tenía un carapucha que sobresalía y que protegería de la lluvia. Visto de cerca parecía un paraguas colocado en la cabeza.
Al igual que los felos llevaba máscara. Aunque como había escuchado Roque días antes, hace años era común que la gente del pueblo tuviera uno para resguardarse de la lluvia cuando tenían que hacer labores agrícolas o ganaderas.
Lo más llamativo era la zona del cuerpo. Se asemejaba a un árbol pequeño recubierto de juncos trenzados y lineales. Ese hecho hacía parecer al que lo portaba como un tonel o una pipa de vino metido en medio del cuerpo. Luego observó que el calzado era una especie de botines altos. Constaba de una zona inferior parecido a una bota y una zona de cuero que llegaba a la rodilla. Muy parecido a lo que Roque veía en esos cómics de vaqueros que, alguna ocasión, habían visto.
Este personaje tenía un caminar más pausado. Un niño se acercó para tirarle de una zona del cuerpo de juncos y, al darse cuenta, le soltó un golpe con la vara que se fue cabizbajo y lloroso. La vara de este personaje era una rama de alcornoque muy limpia. La señora Dolores que vio la escena le recriminó el hecho. El personaje asintió y juntó las manos en señal de arrepentimiento.
Los felos, todos juntos, se dirigieron hacia el campo de fútbol y empezaron a corretear a todos los que estaban viendo el partido. Especialmente a las mozas. La gente empezó a dejar esa zona y se fueron hacia el Bar de la Besada. Por la carretera había parejas caminando como era costumbre cuando un joven cortejaba a una dama.
Los felos perseguían a la gente con todo el sonido de las chocas y saltaban muros para amedrentarlos. Alguno que otro se llevó algún que otro golpe de una piedra. Ellos pegaban pero muchos contestaban con un lanzamiento cruzado y que podría acabar en tragedia. Eran los excesos del carnaval.
Algunos de los felos sus vestimentas y sus arreglos se los habían hecho las mujeres a las que les hablaban. Se decía así cuando eran novios pero sin formalidad.
Roque y sus compañeros empezaron a distinguir, por las mozas que estaban al lado de cada felo, quiénes podrían ser los personajes. Al final de la tarde casi todos habían descubierto sus identidades. Cuando ello ocurría, se levantaban la máscara porque producía mucha calor, continuaban conversando con el grupo. Otros, los fumadores, eran descubiertos en alguna ocasión porque la máscara tenía el orificio de la boca cerrado y querían fumar.
Caía la noche y la gente empezaba a retirarse. El grupo de amigos se despidieron e iban para casa. Al día siguiente había clase, pero el martes volvía ser libre y, nuevamente, los felos harían su recorrido.
Subiendo por las costiñas hacia el Alcouce, Roque se despidió de su amigo Piqueiro que vivía en casa de su abuela Rosa y de su Tía Celsa. Conocidas como As Porteiras. Recordó que, no hace muchos años, su amigo le regalaron un máscara y, después de ponerla, se fue a la sala comedor de su casa donde tenían un chinero con un espejo y, al verse reflejado en él, se asustó y salió corriendo llorando. No le dijo a su amigo lo que estaba recordando. Sólo le esbozó una sonrisa y se despidió.
Lo primero que hizo al llegar a su casa fue ir por un par de caldeiros y dirigirse, nuevamente, a la Fonte de la Laxa para traer agua a su madre para los quehaceres del hogar. Después visitó la cocina de Lareira y comentó con los presentes las vestimentas y las brutalidades que los felos habían hecho en la jornada.
Roque le dijo a su abuela que si le ayudaba a disfrazarse para el martes y ella le dijo que sí. Al día siguiente se puso manos a la obra. Era un secreto entre abuela y nieto. Ella  se ausentó del lugar habitual y, buscó en un baúl viejo que tenía en una zona de la casa, ropa guardada que hacía tiempo que no se usaba. Igualmente encontró una sábana rota, la recortó. Con diferentes retales e imaginación fue combinando telas para, en una tarde, hacerle una vestimenta.
En el pajar recordó que tenía un calendario. Estaba un poco dañado, pero con un poco de pegamento y unas telitas lo arreglaría. No tenían para comprar cintas de esas de papel. Recortó diversas telas en formas de cintas largas y se las cosió al calendario enrollado. Pidió a una señora unas pinturas y, recortando un cartón de los que traían diversas frutas al Bar del Pueblo, hizo una máscara. La pintaron y les quedó muy bonita.
El lunes por la tarde le probó todo lo que había realizado. Su abuela era una gran costurera y tenía mucha imaginación. Luego tomó una de las varas utilizadas para controlar el ganado y, con un cuchillo, la limpió de toda suciedad y quedó reluciente. Roque le dijo si podía, con el cuchillo, realizar unas incrustaciones de símbolos y le puso unos tojos clavados en la punta.
El martes sería el gran día. Roque sería un felo. Lo que su abuela le recordó es que no tenía tamaño para hacer gamberradas. Que paseara con la vestimenta sin meterse con nadie y que disfrutara de ser un felo más de Feás.
Así fue. Nuestro personaje disfrutó enormemente de su momento. Algunos grandes se quisieron meter con él para dañarle sus vestimentas, pero él era muy ágil y corría y saltaba muros más que nadie. Salió indemne de los envites.
Cuando iba por la carretera principal escuchó música de gaitas. Unos cuantos se habían juntado y estaban animando el desfile de los felos de ese martes de entroido.  Nuestro amigo no sabía si ir hacia allí o, para evitar que le dañaran su vestimenta, recorrer el pueblo por otra parte.
Uno de los felos, se dio cuenta de verlo dubitativo en seguir o retroceder, el cual ya conocía su identidad, le dijo que se pusiera a su lado y que nadie se iba a meter con él. Así lo hizo. Roque se sentía un mozo. Era muy emocionante para él lo que su abuela había hecho para alcanzar una ilusión: Ser un felo más de Feás.
Los felos se pusieron a bailar al son de la música. El grupito mucha entonación no tenían y, el de la gaita que era de la cruz, le sonaba más el ronco que el puntero. Lo importante no era la calidad sino la alegría y el jolgorio.
Esa noche, en su habitación, recordó todos los momentos vividos y estaba lleno de felicidad. Recordó el beso que le dio a su abuela al regresar a casa por lo bello que lo había decorado. Era pobre pero lleno de vida y felicidad.


Nota Final: Muchos de los aspectos de este capítulo han sido aportados por diversas personas repartidas por todo el mundo. Les quiero dar las gracias a todos por vuestras aportaciones. Hay aspectos que nunca presencié en mi niñez como el de las corozas. En estudios etnográficos de la Universidad de Vigo dan por hecho que el pueblo de Feás contaba en el pasado con ese tipo de atuendo y, aunque en la época en la que se enmarca esta historia no se presenciaron, era importante reflejarlo para que quede constancia algunas vestimentas y tradiciones de nuestro pueblo que muchos no conocíamos.

miércoles, 23 de abril de 2014

EL DIA DE REYES EN MI PUEBLO


Pensemos que Roque es un niño de unos 12 años y nos encontramos a mediados de los años 70.
Este año fue un invierno frío, nevado y con mucho aire. Algunas tejas volaron por los aires y algunos tejados hubo que rehacerlos. Es lo que tiene este tiempo.
Si bajamos del Petouto hasta las Costiñas no sólo brillan los charcos helados que hay entre las piedras, sino brillan éstas de la helada que las cubre.
A media tarde, mientras tocan las campanas para la misa diaria, Roque y el resto del grupo se van a los Tombelos. En medio de los hórreos se juegan los mejores partidos. Los chavales grandes tiene balón, los pequeños jugaban con botellas de lejía detrás del palleiro restaurado con uralita en lugar de lousas y con bloques en lugar de piedras.
Se hace noche muy pronto. Y eso que siempre se dice que después de navidad aumentan los días.  En esos días previos a final de año hay que planificar la primera actividad productiva para la niñez y, por supuesto, para la juventud de mi pueblo. Hay que ensayar los cánticos para la noche del cinco de enero. Los villancicos que se han escuchado en la casa o aquellos que nos enseñaron en la escuela.  Son los mismos siempre.
La noche del cinco, niños y mozos, van casa por casa cantando sus villancicos y los vecinos les dan un pequeño aguinaldo. Los pequeños en forma de dinero y algún que otro dulce o caramelo. Los mozos y mozas recolectan dinero y viandas para hacer una celebración detrás de la cuesta todos juntos el día de Reyes al mediodía. Unos y otros planifican el antes, el día y la fiesta. Esas reuniones son comentadas como añoranzas del pasado. Nuestro amigo Roque nunca asistió a ninguna porque, cuando ya iba a tener edad para entrar en el club de los mozos, la emigración llamó a su casa.
Volviendo a aquellos tiempos, Roque empieza a pensar en la composición de su grupo. Piensa que el grupo no puede ser muy grande. Si son muchos,  las pesetas  recolectadas hay que dividirlas. Un grupo de tres es ideal. En el grupo siempre hay que meter a alguien que tenga familiares emigrantes y que estén pasando las navidades en el pueblo. Esos dan más. En este mundo pedigüeño cada detalle es importante. Roque, por las penurias que le habían tocado vivir, esos instintos los tenía desarrollados.
Llegada la noche previa al día de reyes, había que pensar el itinerario a realizar. Había casas en las que sólo estaba una viuda y se podía acostar temprano y era un sitio menos donde no se cantaba y un dinerito que no se recolectaba. A primera hora de la tarde, después de ayudar en las tareas propias de cada casa, el grupo se reunía y se practicaban los cantos y se diseñaba la ruta.
Este año Roque, junto con Manolito y Pepiño, pensaron que era mejor empezar temprano por el Curro. Esta gente se acuesta antes. Primero fueron a la casa de la Sra. Otilia y su marido. Este año estaban solos. La primera vez fue bastante desastrosa la interpretación. El grupo desentonaba bastante. Los señores sonrieron. Les dieron las pesetas de rigor y dándoles las buenas noches se fueron a la siguiente parada.
Era la casa del Tarabelo. Estaba la Sra. Aurora preparando unas filloas para el Sr. Ramón encima de la artesa. Le cantaron los dos de rigor. Primero siempre se cantaba un villancico más largo y, como punto final, uno muy popular y corto. La Señora Aurora no oía bien y, en el último canto, creyeron que ni les había escuchado.
Salimos de la cocina y vimos a la señora Pura, llamada la del Bispo, bajando la casa anterior y le preguntamos si querían que le cantáramos los reyes. No contestó. Recordó Roque que ella no oía bien. Otros años sí que le habían cantado. Decidieron seguir el camino.
Caminamos por la cuesta del curro. Ese camino los llevaría a la mina y al lavadero. Después de moverse unos metros, pararon en la casa de unas señoras que todo el mundo apodaba las chintas. Vivían tres hermanas. Una en una pequeña casa que daba a la cuesta y, las otras dos, del otro lado. En ambos casos, tocaron a la puerta y repitieron la operación del canto y la recolecta.
Enfrente estaba una casa nueva, la del Sr. Constantino, pero no estaban. Vivían en Venezuela. Esas eran las casas para cantar, siempre se obtenía de la gente que emigraba algo más de perrillas.
Vieron al Sr. Gabilleiro subiendo a su casa y subieron  con él. Los quería invitar a un vaso de vino. No bebieron. Y así siguieron a casa del herrero y a casa del Cartero. La gente, en general,  dentro de lo que disponían, daban. Obviamente, si uno de los cantores era familiar, la cuota aumentaba.
Pasaron por la casa del Farruco y estaba todo apagado. Seguro que había ido a casa de alguna hija. En ese instante y, justo antes de ir a la casa de la Sra. Palmira, comenzaron a caer copos de nieve.  También entraron a la casa de la Sra. Graciana. Les comentó que uno de sus hijos andaba cantando con los mozos. Bajaron y se dirigieron a la casa de Estrella. Les ofrecieron algo de comer pero, agradecidos, le comentaron que se tenían que ir. Se hacía muy de noche. Ya sólo les faltaba la casa de la Sra. Carolina. Sus nietos andaban cantando por el pueblo. Salieron contentos de allí. Tuvieron que esperar que parara un poco y les prestó un paraguas.
Al retornar por la carretera que va a Puzós, en la curva del Curro que hace chaflán con la que lleva a la Laxa, frente al prado de los manzanales, se encontraron con otros grupos que ya venían de Puzós y comentaban como iban los ingresos este año. Muchos tenían tres y contaban tres cientos y otros todo lo contrario. Es la imaginación propia de dicha edad.
Caminando por la carretera rumbo a Puzós, se escuchaba a la Sra. Concha gritando a los animales para que se metieran dentro de la cuadra y servirle la comida. Al llegar a la altura de su casa, estaba el Sr. Emilio y varios pequeños. Era la familia más numerosa de la generación de Roque. Repitieron el protocolo del villancico y se fueron a la casa de enfrente. Estaba José y Rosa.  Se rieron con un chiste que les contó.
La próxima parada era en la Lomba Rapada. La casa de Víctor. Otra chubascada y tuvieron que esperar debajo del balcón un rato. Una vez que escampó pusieron ruta hacia su próximo destino. El barrio de Puzós es el que da la bienvenida a nuestro pueblo entrando para la carretera de Brués-Beariz.
Había varias casas cerradas. Algunos estaban emigrados y otros no vivían en el pueblo. Pararon, primero, en la casa de la Sra. Juanita. Le cantaron en la pequeña tienda que tenía. Era muy famoso el aceite y el pimentón que vendía. En esa tienda llevaban todos los días la leche ordeñada de las vacas de cada casa y ella era la encargada de testarla e introducirla en recipientes para que la Montañesa la llevara al día siguiente.
Enfrente estaba el horno de puzós. Estaba el señor Severino amasando  y allí mismo le cantamos. Su señora nos dio unos consejos para salvaguardarnos de las inclemencias del tiempo. Este horno se dedicaba a hacer unas barras de pan que sabían muy bien.
Para Roque la siguiente casa le daba respeto. Era la carpintería de Isaac. No por el dueño ni por su familia, sino que de allí salían las cajas de los muertos. Subieron al piso superior y, terminada la actuación, cambiaron de acera. Este año estaba la señora  Ramona   que normalmente vivía en Méjico.  También les atendió. El resto de las casas estaban vacías.
Ahora, mientras caminaban por las Ermas, tenían que decidir si ir por la Laxa-Antasportas o ir hacia la Besada. Decidieron la primera opción. Cantarían en las Costiñas y harían la ruta del pueblo encaminando sus pasos por el camino de las Castiñeiras.
La primera casa a la que entraron fue la del Sr. Aurelio. Se calentaron un rato en la cocina porque el frío empezaba a hacer mella. De ahí fueron a la casa de la Sra. Daría. Ellos sabían que ahí habría algún dulce de esos que ella compraba por navidad. Ese año era como un rosco con fruta escarchada.
Al bajar tocaron la puerta de Manolo, O Bispo, pasaron, hicieron la función y repitieron el gesto de guardar lo recaudado. Les faltaban las casas de la Sra. Flora, del Sr. José Antonio que se le conocía como el As, el Sr. Antonio o da Feira y, antes de irse hacia la Laxa, fueron a la casa del Sr. Emilio (Biolas) que era el que tenía los bueyes en el pueblo. Después de este periplo y, de entrar y salir de las cocinas, parecía que tenían menos frío.
Camino de la Laxa, como era costumbre, hicieron el primer recuento y se animaron. Este año estaban recaudando más y eso les terminó de quitar el frío que se les empezaba a calar en aquellas ropas poco adecuadas.
Al llegar a la Laxa, estaba la casa de Inocente, Adundina y la del Sr. Manuel Janeiro. Nadie negaba los cantos a los niños. Era de las pocas tradiciones que todos estaban unidos. Subieron por la calle que sube al Petouto y pararon en la Casa de la Sra. Concha de Lois. Les gustaba ir porque a ellos les daba buenas propinas. Enfrente estaba la casa de las Marcialas. Parecía a oscuras pero se dieron cuenta que estaban en la cocina de Lareira y entraron. Se repetían los cánticos como en los anteriores. Al salir siempre se daban las gracias y las buenas noches.
De pronto empezó a ladrar un perro grande. No sabían si era de la Sra. Alejandrina o de la Sra. Elvira. Llamaron a la primera casa y el perro dejó de atacar. Al salir de ambas casas se fueron a Antasportas. Sólo había dos casas, la del Sr. Felisindo y La de señora Matilde. Cantaron más rápido de lo normal porque el tiempo se iba agotando.
Ahora había que deshacer el camino y volver hacia el Petouto de Abajo.  Había una casa que iluminaba más. Tenía siempre la luz encendida. Era la casa de la Señora Asunción y que ese año también estaba la Sra. Nélida. Esa era una parada obligada en el andar de la noche.  Era la única zona del pueblo que siempre había una farola encendida. Era el sitio, debajo de un palleiro, para recontar o planificar las andanzas del día.
Al lado visitaron la casa de las Porteiras. Esa noche nos recibieron en la cocina de abajo. Se le conocía por el Hotel Fariñas.  El hijo de Rosa se casó con una hija del Tarabelo. La combinación era un tarabelo para una porteira.
Casi enfrente estaba la casa del Tío Gaiteiro. Le visitaron y les contaba anécdotas de sus hijos emigrados. Cantaron en la casa del barbero del pueblo, Sr. Florentino. Ya que estaban en el Alcouce visitaron la casa de la Sra. María (A Trola), de la señora Nemesia y de la curandera del pueblo. Tenía el apodo de La Fulipa pero su nombre era Concepción. A la casa del Sr. Requinto no fueron porque apenas lo conocían y nunca salía de su casa. En lugar de tomar el camino hacia las costiñas, y terminar el recorrido de las casas que le quedaban, decidieron ir a Calderón y cantar en las dos casas habitadas. La señora Concha nos mandó subir y vimos al Tío Constantino calentándose. En la otra casa vivía una madre e hija. La hija tenía una pequeña discapacidad y se llamaba Carmen.
Subiendo la cuesta y camino hacia el petouto de Arriba quedaba la casa de la Señora Pura. Esa noche no se encontraba, estaba en casa de los que tenían el bar. Se metieron por el callejón que da a la calle que uno los dos Petoutos y subieron a la casa del Zapatero (Constantino). Se dieron cuenta que les quedaba por entrar a la casa de dos hermanas que quedaban enfrente y bajar a la casa de Leopoldo , que tocaba el clarinete en una banda, y a la casa del señor Evencio cuyos hijos andaban también disfrutando de la actividad por el pueblo.
En eso Roque dice que, antes de volver al Petouto de Arriba, conocida como la plaza del pueblo y donde se solían montar las fiestas, habría que visitar las casas que se habían dejado atrás al no subir desde las Costiñas hasta el Petouto de Abajo.  Bajaron con cuidado la cuesta que, a esas alturas, la helada ya brillaba en las piedras y la visión, a pesar de la luna llena, era bastante reducida. Una caída en aquellas piedras te dejaría el cuerpo molido para unos días.
Así fueron a la casa de Juan, conocido como O Ferreiro. Se rieron un momento con alguna anécdota. Casi enfrente estaba la casa de su hermana y del Sr. Adolfo. Cuando salían del patio miraron la zona de los hórreos y, en esta época, no se podían poner a tratar de dar con un palo a los murciélagos como hacían de jugarreta algunos veranos.
La luz en casa del Maestro estaba encendida. Tocaron y entraron. Les recibió Adelina. Les mandó pasar e inmediatamente se pusieron a cantar su repertorio. Les dejaron la luz encendida y llegaron con facilidad a la casa de la Sra. Encarnación. Después de despedirse de ella, enfilaron el camino que acababan de recorrer en sentido contrario. Se fueron hasta el Bar de José que quedaba en el centro del pueblo. Había hombres jugando a las cartas. El dueño del bar le pidió que cantaran para todos y la gente cooperó. Les había valido la pena. Al salir del bar visitaron la casa contigua de la Señora Elvira y su hermana Encarnación.
Cuando salieron a la plaza vieron al Sr. Antonio que vivía sólo. Había enviudado y sus hijos estaban en Méjico. Les invitó a subir y departieron un rato. Al bajar, vieron la luz encendida de la casa del sr. José, conocido por O Ganvela. Entraron en el callejón y les comentó que su nieto también andaba en la juerga.
Antes de subir hacia la iglesia, decidieron tomar el camino de los Tombelos y, de esta forma, rodearían menos. Fueron a casa dela señora Encarnación y, al salir, recordaron que a su hijo se le apodaba Soria. Había más casas, en una vivían unas señoras pero estaba todo apagado.  En otra entraron. Era la casa de Argimiro. Este les contó un par de chistes al finalizar. El resto de las casas aquel año estaban deshabitadas.
Tomaron un atajo que lleva de los Tombelos hacia la iglesia. Subieron a la casa donde estaba la carnicería y estaba la señora Pepita. Al salir, subieron la cuesta y visitamos al padre de ésta, el señor Ramón.
Decidieron no tocar en la puerta de la casa del cura, porque seguramente Don Manuel y doña Pura ya estarían durmiendo.
Subieron a la casa de los Maceda y se calentaron un poco en aquella cocina. Se encontraba con ellos la atadora, la  Señora Salomé.  Era todo un personaje que todo el mundo respetaba y quería. Se dedicaba a arreglar huesos y luxaciones cuando los habitantes del pueblo sufrían un percance. Hemos de recordar que con muy buenos resultados.
Al salir estaba saliendo de alimentar a sus animales el Sr. Alfredo, conocido por o Calderillas. Subieron a la primera parte y, después de cantarles los villancicos, les echó unos cuentos y se fueron riendo. Era un señor con mucha chispa.
Al lado vivían dos hermanas, Pura y Concha. Tenían el apodo de las Xustas. Una de ellas no escuchaba bien, pero les recibieron como siempre.
Merodeaban por allí a esas alturas muchos perros ladrando. Seguramente el lobo o el raposo no andarían lejos. Pasaron a cantar a casa la señora Dolores. Había que entrar por un quinteiro largo y estrecho. Les dijo que se taparan que el frío los iba a congelar.
Desde allí divisaron a la señora Elisa que había bajado a por leña para su cocina y los mandó subir. Estaba el señor David calentándose  y les ofreció algo caliente.
Enfrente estaba la casa de la señora Remedios y, después de sortear el perro que andaba suelto, subieron a dar el pequeño concierto. Enfrente estaba la casa de Alfonso, que se le conocía como la del Tío Amancio,  pero ese año no estaban.
Se fueron a las últimas casas de la cima del pueblo: la del Sr. Amador Des y la de Darío, conocido como O Ganvela. Este último era un tratante de animales. Cuando a la casa de cualquiera llegaba un queso y era de buena calidad siempre se decía que “Este queso es como el que le traen al Ganvela”.
Desde ahí se veía el primer cruceiro que era donde llegaban las procesiones desde la iglesia. Tomaron el camino que los llevó hasta Cardieiro. Allí había varias casas pero sólo encontraron con gente la del Sr. José, llamado o Torneiro, y la del sr. Antonio de Cardiero.
Decidieron ir a la Besada por el camino más corto. Bajaron por el camino que llevaba a la fuente del Tornadoiro y la Sugueira. Y, antes de dirigirse a la Besada, se enfilaron a la Congostra y visitaron las tres casas que se habían dejado: la conocida como casa do Lemos,  la casa de Elisa y la casa de José o Janeiro.
Empezaba a nevar de nuevo y se resguardaron debajo de una casa media derruida e hicieron cuentas de lo que llevaban recolectado. El año estaba siendo gratificante. Con nuevos ánimos y bríos empezaron a correr hasta llegar a la Besada.
Pasaron algunas casas que no estaban habitadas. Llegaron a la del Tío Mineiro pero no se escuchaba nada. Si estuviera, seguro que estaría silbando.  Sí que estaban Jovito y Dolores. Se rieron un rato con las ocurrencias del señor. A zapateira tenía la luz apagada. Seguro que estaba de visita en alguna casa. Caminaron y entraron en la Casa de Antonio Pedreira. Empezaron a escuchar que el viento empezaba a levantarse. Se despidieron rápidamente y fueron a la casa de Sr. Manuel, conocido por el Lemos. Subieron por un lateral de la carballeira del campo y fueron a casa de señor Antonio, cuyo mote era EL Grande. Ya sólo les quedaba por visitar la casa de José O Chinto.  Así lo hicieron.
Al finalizar el periplo por el campo de la feria, se dirigieron hacia la carretera general que une Brués con Beariz. Antes de llegar entraron en casa del Sr. Manuel que había venido de Méjico y al que apodaban el Maranguelo. La casa contigua que era del Sr. Víctor estaba cerrada ya que estaban en Venezuela.
Ahora sí que se encontraban en el lugar denominado la Paja de la Albarda. En esa zona estaba la caja de ahorros, el aserradero, la tienda de Blandina, el comercio de los Fanchós y vivían muchos familiares de estos últimos.
Por ello empezaron por la última casa, camino de la Fontiña, donde vivía una madre y una hija que le llamaban Hermelinda. Entraron en la casa de Nélida, la de su cuñada Blandina y cruzaron la calle para cantar los villancicos al Sr. Francisco, denominado O manso, que era el dueño del aserradero.
Encima de la Caja de Ahorros no estaba nadie. Era la casa propiedad del Meco, pero vivían en ella el guardabosques Don Antonio y su familia, pero esa época se habían ido a visitar a su gente en su lugar de origen. Por eso bajaron hasta el comercio de Felisindo Carballeda. Allí estaba un bar, un ultramarinos, materiales de construcción y, sobre todo, la sala de fiestas que en capítulos posteriores hablaremos. Le cantaron y se fueron a visitar al hermano de la dueña (Jesusa) que se llamaba Antonino. En el verano tenía una parra muy frondosa pero esa noche hacía frío en esa parte del pueblo. Les calaba los huesos.
Ese año estaba el Sr. Pedreira y la Sr. Carmen. Habían venido de Méjico y nos recibieron. Al bajar, después de tanto recorrido, sólo nos quedaba la casa de la señora Concha, cuyo marido estaba en Panamá y se llamaba Manuel O Torneiro.
Se escuchaba al fondo, por el medio del pueblo, las mozas y mozos cantando. Ellos iban mejor pertrechados. Incluso los que estudiaban en Santiago sabían tocar instrumentos y andaban con alguna guitarra y otros enseres que hacían, más que música, ruido.
El grupo decidió ir al Petouto. Era donde había mayor visibilidad y, de esta forma, repartir el aguinaldo que se  habían ganado después de recorrer casa a casa y superando las inclemencias meteorológicas. Bajo la farola encendida frente a la casa de la señora Asunción.
Después de dividirse el botín, Roque se fue satisfecho para casa. Él no había tenido reyes. Dejó los zapatos pero sólo se mojaron. No le dejaron regalos como a los hijos de los padres que habían emigrado. Pero sabía que, en unos días, con el dinero recolectado se daría un pequeño gusto. Se compraría un camión de juguete y, el resto del dinero, como era costumbre en la casa se le daba a su madre para que pudiera comprarle ropa o zapatos que buena falta le hacían.
Al día siguiente había que ir a misa como era perceptivo. Se cantaba entre todos un villancico y, finalizada la misma, íbamos a las diversas tiendas a comprar chuches con el dinero recolectado. Mientras los mozos, con muchas viandas y bebidas, se encaminaban a detrás de la costa a disfrutar de una comida campestre con todo el material recolectado y con las compras de las pesetas que habían recaudado. Para cualquier mozo o moza era uno de los momentos más importantes de todo el año.
En mi pueblo, en muchas ocasiones no pasaron los reyes magos, pero pasaron gente maja que dejó el cariño, la bondad y el ejemplo para que pudiéramos disfrutar de la ilusión de los niños en la noche de la fantasía.

Nota adicional: seguramente faltarán personajes y casas que mi débil memoria habrá olvidado. Si alguien considera que alguno de los personajes reales ha sido tratado con poca delicadeza no tendré inconveniente en mejorarlo o eliminar ese pasaje. No quiero ofender a nadie. Quiero brindar un homenaje a todas las gentes de mi pueblo, desde el más humilde al más rico, con el cariño que los recuerdo a todos. Con esta narración quise recorrer y que todos se imaginen caminando por él hace 40 años.

Valencia, 23 de abril de 2014